martes, 3 de marzo de 2009

Apología de la tele

No entiendo a los que declaran férreos: "Yo no veo televisión", como si hubiera algún valor en eso. He oído decir con orgullo: "Tengo tele, pero la uso como macetero", "Sólo veo el canal cultural" (como si la cultura fuera un programa que dan por un sólo canal), y otras patrañas que nadie discute. Pero dudo que alguien se llenara la boca al afirmar, por ejemplo: "Yo no uso Internet". ¿Qué clase de obtuso rechazaría por principios el uso de semejante herramienta de comunicación?

Yo, en cambio, quiero reconocer públicamente la enorme deuda de gratitud que tengo con la tele. No he tenido una relación tan duradera, ni tan estable con ningún otro ser vivo ni objeto inanimado (dos categorías que no alcanzan para clasificarla).
Para mí, que me pasé la adolescencia sin dormir (no sé que vino primero, si la depresión o el insomnio), la tele ha sido una compañera fiel y generosa, que -salvo cuando salía corriendo de la pileta porque no podía perderme Una voz en el teléfono-, jamás me reprochó mi falta de constancia, o que le dedicara más tiempo a un libro o a mis amigos que a ella. Jamás se quejó mientras la apagaba, apenas un click y un discreto telón sobre la pantalla. Y además, ni siquiera necesita que se le preste demasiada atención.
Duermo con la tele: hasta el día de hoy, me hace sentir más tranquila, me predispone para mejores sueños, me ayuda a tener menos miedo en las noches de tormenta. Renuncio con sacrificio a su compañía nocturna sólo cuando estoy muy -ciegamente- enamorada.

Porque yo -como Guillermo Blanc-, yo señores, yo amo a la TV.

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