Hace dos meses que ni pasaba por acá. Algunos creen que los blogs han muerto. Yo, por si acaso, despunto el vicio. Ahora que se terminaron yo asumo como propio este lugar, lo que se dice llegar tarde.
(Y bueno, cosas de chicas, a mí me gusta Oasis. Nada fanática eh, ni un disco tengo, y hace mucho que no escucho nada de ellos. Pero me vino el título del hit a la cabeza; yo creo que es muy oportuno.)
Mi abuela nació en 1918. En sus últimos dos cumpleaños se lo tuve que recordar. La primera vez, insistía en sumarse años. La última, más a tono con los tiempos, se los quitaba. En ambas ocasiones también yo insistí en corregirla. En ambas, terminó por responderme: "Pero nena... si al final, la que los carga soy yo".
Hace años que apenas si recuerda quién fue y, sin embargo, el otro día me dijo que se iba a comer los bombones que le había llevado yo "entre puntada y puntada" y que la fuera a visitar a su pueblo, pero que le avisara con tiempo: "Ando siempre con algún trabajo de costura; entonces, si sé que venís, me apuro para terminarlo antes que llegues".
Hace años que no me llama por mi nombre y eso que durante treinta años jamás dejó de repetirme que yo era lo más importante que tenía. Mi abuela siempre me dijo que yo era linda y buena e importante; "todo mi capital", le decía a la gente cuando hablaba de mí. Aunque yo todavía quiero leer en su mirada el cariño de siempre, sé que es probable que se lo haya olvidado junto con tantas cosas. Por eso es que me resulta tan tierno que tenga en cambio tan presente cada puntada y cada trabajo de costura.
Mi abuela era la modista del pueblo. "Puntada tras puntada" hizo su casa, se ganó la vida. Con buen gusto aprendido de tanto repasar figurines y a fuerza de un sentido común que la obligaba a buscar los mejores cortes para sus clientas. Juró frente a una madre gorda, que cambiaba de medida a cada prueba, que no perdería nunca la elegancia. Aún ahora es una señora bella y distinguida. Simple, porque para lucirse estaban las clientas o, en su defecto, mi madre y yo. Pero simple con esa simpleza que tiene autoridad.
Me da pena no poder contarle que ahora yo también hago algo que tiene que ver con la moda. Me da pena porque me hace pensar que en la vida de una familia nada es porque sí. Que cada una lleva una especie de karma colectivo que emparenta aún más a una generación con la otra. Me da pena porque sé que estaría orgullosa de poder contárselo a la gente, "entre puntada y puntada".
Acabo de darme cuenta de que mi único post del mes de la mujer es sobre la violencia de género.
Gosh! Qué ojo pa' el homenaje... Cosa 'e Mandinga, como diría Mendieta.
El caso mediático del día es el de una chica a la que su novio prendió fuego tras tenerla cautiva una semana. Es una de esas historias que tienen eso que genera empatía: ella es una chica de clase media, prolija, coherente, que muestra en fotos las marcas que le dejó. Ocho años estuvo de novia con el muy conchudo... ¡ocho años! El tipo no es un borracho perdido, no: es un médico con cara de gil. Es la pareja que uno menos asociaría con un caso de violencia familiar. No pensás que el doctor amable que te atiende en la guardia vuelve a su casa a someter a su mujer. Pero por los índices de violencia contra las mujeres que hay en este país, es muy probable que al menos cuatro o cinco veces a la semana interactuemos con un hijo de puta como este. Creepy, no?
Hace poco también el baterista de Callejeros terminó por prender fuego a su chica en medio de una discusión violenta. Parece que entre las bestias se puso de moda la piromanía. Ella no vivió para contarlo. A él lo metieron en cana, pero no por eso. Fue por tener una planta de marihuana en el balcón. Parece que todavía es más grave tener una plantita en el balcón que quemar a tu mujer. No hay pudor para meterse en la intimidad de alguien, pero se mira para otro lado ante cosas graves y públicas. Como mensaje es muy fuerte. No sé quién es el que determina dónde está el bien común. Pero a veces me parece que la está pifiando mal...
Tire los nardos marchitos y vacié el agua del florero en la pileta del lavadero. Traté de no respirar, pero igual se me llenó la nariz de olor a muerte, a cementerio. Del olor del agua vieja de esos floreros de lata que tenían los cementerios de antes. Puede parecer extraño, pero con ese olor me invadió también cierta nostalgia.
Es que cuando yo era chica, la muerte todavía no se había pasteurizado tanto. Si íbamos a Cañás, mamá me despertaba a las 5 de la mañana porque había que pasar por el Mercado de las Flores, y llenaba el baúl del auto con ramos enormes de crisantemos envueltos en papel.
Llegábamos al pueblo a eso del mediodía y creo que lo primero que hacíamos era ir al cementerio. Debe hacer más de veinte años, pero todavía me acuerdo de memoria cómo era el camino hasta la tumba de mi abuelo, que era un cuadrado grande y de mármol oscuro con una especie de monolito encima sobre el que se iban agregando las fotos color sepia de los difuntos de la familia.
La base de la tumba era de tierra y estaba cubierta de piedritas blancas. Mi tarea principal era arrancar los yuyitos que crecían entremedio y yo la tomaba con enorme responsabilidad. También limpiábamos con un trapito el bronce de las lápidas, y a veces me mandaban hasta la bomba para vaciar, lavar y cargar los floreros con agua fresca. Yo volvía haciendo equilibrio con los tarros para que no se me volcara el agua y no puedo decir que me dieran miedo o que no disfrutara de aquellos paseos por los panteones.
Después, mi abuela me pedía que le acompañara a llevarle flores a unas tías y a una maestra que había muerto soltera y sin nadie que la recordara, y repetíamos la operación de los floreros con igual dedicación. Los de los nichos eran de vidrio, cosa más asquerosa, porque ya de entrada se veían las marcas del agua podrida que habría que refregar.
Cada tanto, parábamos para saludar a alguna conocida -salvo por los sepultureros, los vivos que andaban entonces por los cementerios casi siempre eran mujeres, como en aquella maravillosa escena de Volver, la del principio-. Se hablaba del tiempo y de los últimos velorios; se elogiaban las flores ajenas (sobre todo las nuestras, que eran de Buenos Aires), se deshojaba algún chisme. En fin, se pasaba el rato y el rito, sin morbo, entre los muertos.
No. Los cementerios de Pilar no tienen floreros. En la entrada hay señoritas de traje sastre y negocios donde venden coronitas de rosas y claveles para apoyar sobre las lápidas. No hay que limpiarlas, ni arrancar yuyos. No hay conocidos, ni siquiera tantos muertos queridos a los que visitar. Y en todo caso, es difícil recordar el camino hasta sus tumbas, porque ahora todas las tumbas se parecen, como las casas de algunos countries.
"En las aguas profundas que acunan las estrellas, blanca y cándida,
Ofelia flota como un gran lirio,
flota tan lentamente,
recostada en sus velos..."
(Rimbaud)
En las tardes del Delta, el tiempo queda suspendido como las hojas del sauce. Quieto y eléctrico, no se detiene inerte: cada instante contiene su pequeño Aleph. La mar de vida, la ría. Es una energía densa y potente. Agazapada como el perro que espera la creciente. Esperando crecer.
* * *
Una de las perras de Vagalumi se llama Ofelia y lleva la cabeza de lado, en un gesto siempre triste y comprador. La otra pobre se llama Shakira y es ágil como la colombiana. La otra tarde, cuando vió salir la lancha del casero, se tiró al río y nadó más de cien metros. Salió resignada por la playita cuando comprendió que era irremediable, que se alejaba. Después se sacudió y siguió con sus rutinas.
Ofelia, en cambio, con fidelidad canina, quedó en el muelle, a la espera. No se movió de ahí hasta no verlo volver.
Ah, y lo nuevo: mi niño tiene un amigo isleño. Los miro y pienso que son como Tom Sawyer y Huck Finn los dos (y que mi niño es Tom, claro). Cuando le leo las historias de Mark Twain tengo que detenerme todo el tiempo para explicarle en contexto (para tratar de explicarnos) los comentarios racistas del tipo "el negro Jim es muy listo para ser negro" y tal. Pero eso no quita nunca el carácter insustituible de estas aventuras que al fin (Finn) y al cabo son las que todo niño de la edad de mi hijo -que, gosh!, ya tiene seis- debería tener derecho a soñar: viajes en balsa por ríos correntosos y encuentros con piratas, cuentos de embusteros y filibusteros vencidos con la ley del mayor ezfuerzo y botines por los que vale la pena arriesgar todo hasta el pezcuezo. Aunque nunca tanto como lo valen los amigos.
Ya está. Ya estoy de vuelta (en todos los sentidos de la expresión). El Tigre fue un bálsamo y un lugar de reencuentro con lo bueno, mi familia, mis amores, mis amigas. La casa donde me acordé que soy feliz tiene un muelle de madera para ver las estrellas, y un mirador para jugar a los piratas, y un parque grande y verde para respirar hondo, y una playita con atardeceres tranquilos, y una pileta para nadar por abajo del agua pensando sólo en que no vale tomar aire, y bichitos de luz, muchos, pero muchos bichitos de luz que de noche se prenden y se apagan y uno no sabe si son las estrellas desde el muelle o el mismo efecto embriagador de reconocerse feliz... o los whiskicitos con las estrellas del muelle.
Capaz es de embriagadita nomás, capaz son los vagalumis, pero ahora pienso que si Jobim hubiera conocido el Delta quizá no hubiera sido Corcovado...
Ayer descubrí algo sobre mi: no me gusta perderme los placeres habitualmente reservados para los hombres. Y eso incluye todo y rocanrol. Me gustan el whisky, los puros y los burros. Y me caen muy bien las putas.
Mi resolución de año nuevo es relajarme. Me di cuenta que me pasé la vida tensa y exigida, como si todo el tiempo estuviera en una prueba, y reprobando una y otra vez. Parece que la cosa está funcionando. Aunque quizá sea parte de la misma exigencia: probar que puedo relajarme.
Empecé terapia, una nueva. Ya tengo a mi Lowenstein modelo 2010. Está bueno tener una psicóloga mujer, yo casi siempre elijo médicos varones. Justo yo, que me creo tan feminista. Me hacen sentir más segura, qué se yo. Aunque me tinca que hay más incidencia de casos de mala praxis profesional en hombres que en mujeres. Lo estoy googleando. En fin, no encuentro nada. Capaz lo estoy diciendo de puro feminista.
La cuestión es que ella dice que tengo que desacartonarme, y también lo digo yo. Siento que quizá este es el año en que puedo volver a fluir. Me pasa más o menos cada cuatro, una especie de relax bisiesto que me permito dentro de este ser siempre tan uptight.
Sólo es cuestión de darse cuenta, tomar la ola y barrenar hasta la orillita, o revolcarse para salir hecha milanesa. De improvisar. Pero es evidente que para improvisar bien, hay que saber.
Denoche se pronuncia Denosh, como Juliette. Mirinda, como suena. A veces la gente se equivoca y me dice Miranda(!), como Carmen. A veces sólo se equivoca. Yo también, a veces. Como cuando era chica y explicaba: "Mirinda con "i", como la gaseosa". Para qué...