miércoles, 17 de febrero de 2010

Volver

Tire los nardos marchitos y vacié el agua del florero en la pileta del lavadero. Traté de no respirar, pero igual se me llenó la nariz de olor a muerte, a cementerio. Del olor del agua vieja de esos floreros de lata que tenían los cementerios de antes. Puede parecer extraño, pero con ese olor me invadió también cierta nostalgia.

Es que cuando yo era chica, la muerte todavía no se había pasteurizado tanto. Si íbamos a Cañás, mamá me despertaba a las 5 de la mañana porque había que pasar por el Mercado de las Flores, y llenaba el baúl del auto con ramos enormes de crisantemos envueltos en papel.

Llegábamos al pueblo a eso del mediodía y creo que lo primero que hacíamos era ir al cementerio. Debe hacer más de veinte años, pero todavía me acuerdo de memoria cómo era el camino hasta la tumba de mi abuelo, que era un cuadrado grande y de mármol oscuro con una especie de monolito encima sobre el que se iban agregando las fotos color sepia de los difuntos de la familia.

La base de la tumba era de tierra y estaba cubierta de piedritas blancas. Mi tarea principal era arrancar los yuyitos que crecían entremedio y yo la tomaba con enorme responsabilidad. También limpiábamos con un trapito el bronce de las lápidas, y a veces me mandaban hasta la bomba para vaciar, lavar y cargar los floreros con agua fresca. Yo volvía haciendo equilibrio con los tarros para que no se me volcara el agua y no puedo decir que me dieran miedo o que no disfrutara de aquellos paseos por los panteones.

Después, mi abuela me pedía que le acompañara a llevarle flores a unas tías y a una maestra que había muerto soltera y sin nadie que la recordara, y repetíamos la operación de los floreros con igual dedicación. Los de los nichos eran de vidrio, cosa más asquerosa, porque ya de entrada se veían las marcas del agua podrida que habría que refregar.

Cada tanto, parábamos para saludar a alguna conocida -salvo por los sepultureros, los vivos que andaban entonces por los cementerios casi siempre eran mujeres, como en aquella maravillosa escena de Volver, la del principio-. Se hablaba del tiempo y de los últimos velorios; se elogiaban las flores ajenas (sobre todo las nuestras, que eran de Buenos Aires), se deshojaba algún chisme. En fin, se pasaba el rato y el rito, sin morbo, entre los muertos.

No. Los cementerios de Pilar no tienen floreros. En la entrada hay señoritas de traje sastre y negocios donde venden coronitas de rosas y claveles para apoyar sobre las lápidas. No hay que limpiarlas, ni arrancar yuyos. No hay conocidos, ni siquiera tantos muertos queridos a los que visitar. Y en todo caso, es difícil recordar el camino hasta sus tumbas, porque ahora todas las tumbas se parecen, como las casas de algunos countries.

¡Qué sueño aburrido el de los nuevos muertos! Siento nostalgia hasta de la muerte.

martes, 9 de febrero de 2010

El mito ofeliano

"En las aguas profundas que acunan las estrellas, blanca y cándida,
Ofelia flota como un gran lirio,
flota tan lentamente,
recostada en sus velos..."
(Rimbaud)

En las tardes del Delta, el tiempo queda suspendido como las hojas del sauce. Quieto y eléctrico, no se detiene inerte: cada instante contiene su pequeño Aleph. La mar de vida, la ría. Es una energía densa y potente. Agazapada como el perro que espera la creciente. Esperando crecer.

*   *   *

Una de las perras de Vagalumi se llama Ofelia y lleva la cabeza de lado, en un gesto siempre triste y comprador. La otra pobre se llama Shakira y es ágil como la colombiana. La otra tarde, cuando vió salir la lancha del casero, se tiró al río y nadó más de cien metros. Salió resignada por la playita cuando comprendió que era irremediable, que se alejaba. Después se sacudió y siguió con sus rutinas.

Ofelia, en cambio, con fidelidad canina, quedó en el muelle, a la espera. No se movió de ahí hasta no verlo volver.

La madre de Tom Sawyer

Ah, y lo nuevo: mi niño tiene un amigo isleño. Los miro y pienso que son como Tom Sawyer y Huck Finn los dos (y que mi niño es Tom, claro). Cuando le leo las historias de Mark Twain tengo que detenerme todo el tiempo para explicarle en contexto (para tratar de explicarnos) los comentarios racistas del tipo "el negro Jim es muy listo para ser negro" y tal. Pero eso no quita nunca el carácter insustituible de estas aventuras que al fin (Finn) y al cabo son las que todo niño de la edad de mi hijo -que, gosh!, ya tiene seis- debería tener derecho a soñar: viajes en balsa por ríos correntosos y encuentros con piratas, cuentos de embusteros y filibusteros vencidos con la ley del mayor ezfuerzo y botines por los que vale la pena arriesgar todo hasta el pezcuezo. Aunque nunca tanto como lo valen los amigos.

Efecto Vagalumi


Ya está. Ya estoy de vuelta (en todos los sentidos de la expresión). El Tigre fue un bálsamo y un lugar de reencuentro con lo bueno, mi familia, mis amores, mis amigas. La casa donde me acordé que soy feliz tiene un muelle de madera para ver las estrellas, y un mirador para jugar a los piratas, y un parque grande y verde para respirar hondo, y una playita con atardeceres tranquilos, y una pileta para nadar por abajo del agua pensando sólo en que no vale tomar aire, y bichitos de luz, muchos, pero muchos bichitos de luz que de noche se prenden y se apagan y uno no sabe si son las estrellas desde el muelle o el mismo efecto embriagador de reconocerse feliz... o los whiskicitos con las estrellas del muelle.
Capaz es de embriagadita nomás, capaz son los vagalumis, pero ahora pienso que si Jobim hubiera conocido el Delta quizá no hubiera sido Corcovado...