jueves, 17 de diciembre de 2009

Loca

"Y la soledad es no poder decirla" (Alejandra Pizarnik, "Extracción de la Piedra de la Locura")

Me vuelvo cada día más loca. Lo sé, lo presiento...¡ay! lo siento. Lo siento por mí, por los demás.
Yo la imitaba a Celeste Carballo en el patio del colegio y mis compañeras hacían un círculo alrededor mío y pedían : "Mirinda, hacé el payaso, hacé el payaso". Tenía cinco años y me enajenaba gritando: "...ya no me aguanto ni a mí misma, ni a la otra la partieron en dos, esquizofrenia tan aguda no la cura ni un doctor ni el amor (...). Y me vuelvo cada día más loca, me voy volviendo cada día más loca, me vuelvo cada día, cada día más loca...".
La piedra de la locura ya estaba, pienso ahora. Capaz que se me dio de tanto repetirlo como si fuera un mantra. Al final me volví loca nomás. Al final no es casualidad.
La verdad es que casi nunca estuve demasiado cerca de la cordura, pero también que casi nunca me preocupó. Al revés, hasta hacía alarde de la cosa. Es que a veces me hace parecer muy ingeniosa, je. Loca como divertida, como linda, como simpática. Loca, porque la gente me quiere loca. Hasta yo me aburro de mi cuando bajo un cambio.
Pero, ufff. Ahora, justo ahora, me resulta bastante insoportable. Otra vez uffff, y es que ¡no me banco! Me cuesta vivir conmigo y no entiendo como hay un otro que quiera, que pueda hacerlo. Quizá, después de todo, soy una loca con suerte. Porque igual me quieren. Porque, con todo, me quieren.
Por eso es que por las dudas siempre le abro la puerta al otro (a ese otro bueno y lindo y grande y sabio que por suerte me quiere). Le abro la puerta para que me deje si quiere, porque lo quiero. No porque quiera que me deje, sino porque no quiero que duela tanto si lo hace. Capaz que para poderme consolar diciendo: "me dejó porque estaba loca."
Lo que sí, andá a encontrarte una mina cuerda en estos días. Eso tampoco debe ser muy fácil. Así que mejor hago lo que quiero y me quedo donde estoy -que es lo que quiero-. Y cierro la puerta. Y empiezo a forrar las paredes con colchonetas blancas. Y entonces nos volvemos locos de contentos, de amor y ¿por qué no? de pura felicidad.






miércoles, 2 de diciembre de 2009

Por despegar

Cuando era chiquita íbamos con mamá a esperar a mi viejo a aeroparque y a veces subíamos a la terraza para despedir con la mano el avión cuando se iba. Qué emocionante era entonces imaginarlo ya en vuelo, pensar que pudiera estar mirando hacia abajo y saludando él también.
El día que llegaba papá, mi vieja iba a la peluquería y se hacía de todo, como Manuelita: corte, peinado, reflejos, manos, pies y planchado del derecho y del revés. Después se pintaba, se ponía aquellas botas de cuero marrón abullonadas (eran los 80, of course) y un tapado de piel largo, al mejor estilo Joan Collins en Dinastía. Yo la veía hermosa, y estoy segura de que papá también.
Nosotras nos parábamos cerca del vidrio a esperar hasta que lo veíamos venir. El salía primero a saludarnos y después le pedía permiso al guarda de la puerta para que yo lo acompañara a buscar la valija. Para mí, ese era el mejor momento. Me encantaba esperar con él frente a la cinta, descubrirla antes y avisarle que se acercaba, me encantaba estar ahí ayudando a mi papá, ese señor importante de portafolios y sobretodo azul.
Siempre me gustó la vida los aeropuertos. Me gusta viajar. Lo llevo en la sangre, como papá. Con cuánta felicidad se movió él de un lado a otro mientras lo acompañó el cuerpo. Le gustaba empezar de nuevo a mi viejo. O quizá fuese el desafío de volver a intentar, porque viajar es también eso.
Ahora cuando subo a los aviones enseguida me enfrasco en algún libro (él último fue Cosmética del Enemigo -otra vez Nothomb-, y casualmente transcurre... en un aeropuerto). Nada de saludos. Nada de buscar hacia abajo con la mirada. Entro en otra dimensión, una en la que soy apenas una pasajera que espera que la comida sea rica (porque debo ser de las pocas personas que adoran la comida de avión), que no haya mucha turbulencia, que no quiera conversar mi compañero de asiento. Apenas una pasajera, y en trance.
A velocidad crucero, entonces sí, a veces saludo, pero siempre es hacia arriba.