Embarcados en esa cruzada ya tan poco original por conseguir un nombre singular para sus vástagos, unos amigos bautizaron a su hija "Ema". No faltó mucho para que la familia y los conocidos comenzaran a llamarla "Emita". Un problema: ahora su nombre se ha convertido en una orden. Y en una no siempre feliz. Máxime si por esas casualidades con las que pretende a veces divertirnos el destino a la chica se le diera por la economía y terminara al frente del Banco Central. En prevención de potenciales crisis inflacionarias, los registros civiles de los países de habla hispana deberían prohibir el nombre Ema, o incluir al menos una cláusula que prohiba su apócope.
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